domingo, 6 de noviembre de 2011

EL INVIERNO Y LAS CARNEADAS

Eran muy fríos los inviernos de antes. Pero verdaderamente fríos.

Era levantarse en la mañana y ver el campo blanquear, caminar sobre esos pastos y sentirlos crujir. Saber que en cada lugar donde hubiera un poco de agua, ésta no estaba en su estado natural y conocido.

Cualquier balde que la tuviera, cualquier charquito, inclusive el tajamar, parecían una pista de patinaje, más grande o más pequeña....y esa capa de hielo, que se afinaba cada vez más, según iba subiendo el sol, también fue parte de nuestros tantos juegos.

Con seguridad andábamos muy abrigados. Porque en ninguna casa había ninguna clase de calor adicional que no fuera el cotideano y familiar. Las estufas no se conocían y al menos yo no recuerdo que la casa se calefaccionara con otra cosa que no fuera el calor de los cuerpos.

Estar en la cocina, con seguridad era, estar en el lugar donde realmente había un calor artificial. Y ese era el mejor lugar para la noche porque durante el día era impensable sentarse para estar abrigados.

Andar corriendo para todos lados, subirse a los árboles, salir disparando cuando el carnero nos corría, era más que suficiente para tener el calor necesario y no necesitar más nada.

Íbamos sí a la casa de quienes nos ayudaban en las carneadas. Estaban un poquito para abajo de nuestra avícola, cruzando la carretera.

Allí había una cocina económica enorme, en una cocina más enorme aún.

Tal vez no fuera todo tan grande, pero así nos lo parecía. Y fueron muchos los días que nos llegamos hasta esta casa de nuestros vecinos, con unas cuantas mandarinas, para ponerlas sobre la cocina y comerlas no tan heladas como estaban, cuando las habíamos arrancado de su correspondiente árbol.

Qué chismosas eran!

Imposible  decir que no habíamos andado con éllas. En esa época, cualquier sabor era tan natural, saludable y penetrante que ninguna empresa de deshidratación de vegetales o frutas ha podido igualar jamás. Y me temo que nunca lo logrará.

Es increíble las cosas que nos roba la ciudad.

Y no me refiero a lo que no conoce la gente grande. Pienso en los locos bajitos, que no saben cómo ni por dónde,  las cosas son como son.

Y es por esa niñez inigualable, vivida en la total libertad que da el campo y sus formas y maneras, que soy una agradecida de la vida.

Vivimos en un espacio hermoso, que tenía esos inviernos congelados, pero que también tenía unas bellísimas primaveras, locas de viento y días soleados.

Un espacio que se calcinaba en verano, sin ventiladores ni aire acondicionado.

Un espacio que entraba en receso cuando llegaba el otoño.

Allí todo cambiaba suavemente. Los árboles se iban quedando desnudos y en su ancentral sabiduría, no se quejaban por el despojo de sus hojas. No.

 Éllos quedaban latentes, con toda su savia vivificante, y tranquilos...ya llegaría la primavera loca para despertarlos de ese sueño invernal.

En medio de todo ese panorama, llegaba la carneada de ese invierno.

Los chicos, de la casa o nuestras amigas, sólo participábamos después que se habían matado el ternero y el cerdo.

 Si bien nunca participamos de las pariciones, tampoco participábamos de la matanza.

Era un terrible miedo escuchar el chillido del chancho...y salíamos de la casa con todo ese susto adentro, que al cabo del día, dejaba de existir de una manera totalmente natural.


Claro...esto a los vegetarianos les debe sonar horrible. Y con seguridad los vegetarianos actuales lo son,  al haber abortado en algún momento, de la carne de nuestros hermanos. Igualmente, comer pescado algún día, significa exactamente lo mismo. La carne blanca también es de nuestros hermanos pero como no es roja, no reparamos que allí también hubo una matanza. Y no hablemos de los pollos de doble pechuga.....

Lo cierto es que, cincuenta o cincuenta y cinco años atrás, nadie se cuestionaba este tipo de cosas.

Las familias se unían y se ayudaban, con las cosas que estaban al alcance de sus manos.

Poder carnear un ternero y un cerdo significaba tener y poder compartir la comida de muchos, muchos días.....

Y ese día especial significaba, en principio, un ejército de grandes, que ocupaban cada uno su lugar, como si realmente estuvieran adiestrados.

Bajo el tanque de 200 litros de agua se armaba un fuego. Había agua caliente en abundancia porque al chancho se lo pelaba. Tal vez esto sea muy desagradable, pero realmente era así. Aquel bicho grande y gordo, antes de ser abierto, quedaba blanquito y sin ningún pelo.
Al ternero se lo cuereaba.

 Había que ser muy diestro en estos temas, como lo sigue siendo hoy día cualquier paisano de mi país.

Y a partir del momento en que estos animales estaban prontos para todo el proceso que seguía....allá andábamos nosotras metidas en medio de toda esa gente que tenía ese día para trabajar afanosamente y fabricar chorizos, morcillas, derretir la grasa para meter en ella los chorizos, hacer el queso de cerdo, las butifarras, sacar los lomitos y los costillares para luego guardarlos en aquella grasa o en medio de la batea de madera que había hecho mi abuelo, tapados de sal....todo, todo....rapidito. Cortar las carnes y adobarlas....la maquinita de rellenar las tripas...y allá salían, perfectos, los chorizos que se iban a poner a secar.

Se adobaban los jamones

Ésos, irrepetibles e inolvidables, que sirvieron de merienda en mi niñez.

Abuelo Modesto los dejaba rojos de ají. Y ese fruto cumplía al pie de la letra su función....los curaba cada día y los hacía cada vez más gustosos.

Ahora he visto en varios lugares. Pero en ese momento pasaba por la ruta el panadero y traía unos panes grandes, redondos, con una cruz marcada en el medio....grandes.

Cortar dos rebanadas de ese pan maravilloso y una feta del jamón que seguía por mucho tiempo en la cocina y salir a comerlo...pagaría por repetirlo!

Cuando llegaba la tardecita de ese día tan ajetreado, nosotras no habíamos hecho otra cosa que andar molestando en medio de toda esa gente que sabía trabajar.
Tal vez alguna vez nos espantaron y mandaron a otro lugar....no lo sé....siempre anduvimos en la vuelta...nunca ayudamos en nada.....pero siempre nos anotamos para comer, calladitas la boca, aquellas delicias que sé, hoy, se siguen haciendo en las chacras o campos, aquí, a pocos kilómetros de la “civilización”....

Todo lo que se hacía, aún compartiendo, duraba por mucho tiempo. Con seguridad nada de eso llegaba al verano. Lo pienso ahora, como tantas veces y compruebo la sabiduría de nuestra Madre Tierra.

Pero llegaba la época de los higos. Y, como corresponde, también teníamos higueras. Y sólo cambiábamos de árbol. Si antes nos subíamos a un sauce...ahora era el momento de subirse a la higuera y comer, allá arriba, todos los higos que podíamos agarrar. Aquellos, los primeros, con la misma gotita de miel que le encantaba a Platero....

Primero, de cualquier manera...esa cáscara lechosa era abierta con los dientes y así mismo, sin ninguna clase de problemas....nos comíamos el higo.

Después de comernos varios, y de esa forma, la boca explotaba, roja y caliente...casi ya no se podía comer más nada...hasta el otro día, claro....

Me acuerdo claramente, una noche, y en medio de ese desastre elegido a conciencia, ver a mi madre hacer uno de aquellos maravillosos chorizos de rueda, en el sartén...y servirlo con el correspondiente huevo frito.....ayyyyyyyy.....

Hasta hoy día siento la imposibilidad de tragarme esa comida...pero como comprenderán, me la tragué y la disfruté toda, pasando a ser uno de esos sabores y olores únicos....como el café, recién molido....como el pan, recién horneado...como la tierra mojada, por una lluvia loca y espontánea.....como la calle en la que vivía mi Maestra....


Hoy,  y gracias a esta magia de las letras,  ví de nuevo con los ojos de mi corazón, cada lugar y cada rincón de aquellos días tan esperados.

Éramos todos iguales y siempre fuimos todos importantes.

Ví a mi abuelo.

 Ví a mi papá y a mi padrino y a mi mamá...tan jóvenes!

Ví a Juancito Olivieri, tan grande y tan gordo....enorme....

Era quien realmente sabía acerca de manufacturar y volver comida a esos animales que habían sido tan generosos con nosotros. Y a sus hermanos, los de Juancito,  que siempre fueron nuestros amigos.

Ví, lo que era la recría...toda la parte de adelante de alambre, y allí todos los chorizos y embutidos, oreándose....

Ví  a mi hermana, chiquita, andar mezclada entre los que éramos más grandes...
Ví a mis amigas de toda la vida, Esther, Gladys y Yiya....tal vez queriendo ayudar, como tal vez, yo hubiera querido....pero con seguridad, no nos dejaron...esos grandes malos...!

En realidad lo que ví hoy, fue un bello tiempo de mi vida.

Con todos los exactos actores que allí estuvieron, como si cada uno de éllos fuera por el Oscar.

Ninguno pudo acceder a ese premio.

Y saben por qué?

Esto no fue una película.

Fue la maravillosa niñez que viví y con seguridad ninguno de éllos recibiría un premio por eso.

Sí se hicieron acreedores de mi admiración, de mi respeto y de todo mi amor.
Yo no sería quien soy si alguna de esta gente no hubiera estado en mi vida.
Así que, como ven, la premiada he sido yo.

Hoy, los inviernos, de alguna manera, son más cómodos.

No hay heladas ni pastos blancos en la ciudad.

Cuando camino, en la vereda, sólo las baldosas flojas apenas si se parecen a aquellos crujidos de mis pastos conocidos.

Hay calor artificial en nuestras casas.

La loza radiante, el aire acondicionado, la garrafa de supergas quieren ocupar el lugar del amor.

Yo no recuerdo haber sentido frío cuando niña.

A veces, ahora, sí se siente.






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