domingo, 13 de noviembre de 2011

EL HIELERO








Crecer en el campo era, carecer de muchas cosas, aunque teníamos muchas más de las necesarias.

Cada día era una nueva aventura y disfrutábamos a manos llenas todo lo que la Naturaleza nos daba de la misma forma.

En casa había dos aljibes. Uno cuadrado, pegado a la casa y otro redondo, un poco más allá.

Se juntaba el agua dulce de lluvia y era fantástico cuando alguno ya iba quedando con poco agua.

Eso significaba que alguno de los hombres de mi casa bajaría a limpiarlo y a dejarlo en condiciones para cuando lloviera nuevamente.

Lógicamente, habrás pensado que yo también bajaba. Y así era.  Un mucho de miedo pero mucha más curiosidad hacían que bajara siempre cuando esas limpiezas.

Y que desde el brocal, alguien me sostuviera por los brazos hasta que calzaba uno de mis pies en el primer escalón, eran demasiados sentimientos entremezclados... pánico, ansiedad, pero mucha alegría cuando me apoyaba en ese escalón y seguía bajando...

Hablar allá abajo y escuchar el eco, rebotando en esas cuatro paredes grises, era una experiencia inenarrable. Igualmente, y cuando tenían agua, muchas veces nos asomábamos y hablábamos, sólo para escuchar nuestras voces repetirse.

Esa agua fría y bajo tierra era la heladera de esos años en casi todas las casas.

Y allá se bajaba un balde con las botellas, para enfriar lo que luego se tomaría, frío, en el almuerzo o en la cena.

Pero al pasar el tiempo llegaron nuevos métodos de enfriamiento.

Y llegó el hielero.

Pasaba con su carro sobre las once de cada mañana y nos mandaban hasta la carretera, que quedaba a una escasa cuadra de la casa, a esperarlo.

Ibamos un poco de tiempo antes y nos subíamos a un árbol. En el lugar donde estaba la avícola la ruta tenía muchas subidas y bajadas. Así, y desde alguna rama compañera, veíamos al hielero que venía.

Nos bajábamos rápido y ahí sí, nos poníamos a la vera de la ruta. Él nos veía desde lejos y sabía que ahí debía parar y despacharnos la media barra de hielo, que pagábamos y nos apurábamos a llevar a la casa, para que llegara casi intacta.


Allí teníamos una heladera de madera con dos reparticiones bien definidas.

Una, de la mitad de la heladera para arriba, que se abría con una tapa desde arriba. La otra, en el frente, que tenía estantes y una puerta con una cerradura especial.

El hielo se envolvía en diario y se ponía en la parte de arriba. Allí botellas y leche. Manteca. En la parte de abajo, todo lo demás.

Obviamente, la puerta no tenía dispensador de agua ni de cubitos. El frío no era seco y no se descongelaba automáticamente. No tenía lugar para huevos ni verduras. Pero era nuestra heladera y cumplía su función a la perfección.

De más está decir que nunca se descompuso.

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