domingo, 6 de mayo de 2012

LA FELICIDAD

La felicidad era sólo jugar sin siquiera vislumbrar las responsabilidades.

La felicidad era aquella infinita libertad, sin ataduras ni miedos, que nos dejaba recorrer el campo sin importar la hora que fuese. No teníamos temores, ni remotamente la forma de conocerlos.

La felicidad era, ya que éramos cachorros, mezclarnos con nuestros pares sin importar la raza de ninguno.

Era la cama caliente en invierno. Eran todos los abrazos y los besos que nos dieron y dimos.
Lo extraño era no demostrar los sentimientos, que andaban por todos lados desparramados y que con su lazo mágico nos ataban a todos nuestros afectos.

La felicidad era la inconciencia de vidas recién estrenadas, amorosamente guardadas por nuestros mayores, que eran muy importantes y que nunca ni por nada, cuestionamos. No al menos en esos años en que todo nos parecía eterno, todos nos parecían inmortales y despertábamos cada mañana metiéndonos en una nueva aventura.

La felicidad comenzó a ser diferente en algún momento.

Fue tomando la forma de los logros que alcanzábamos.

Y con aquella tremenda inundación de 1959 mi vida cambio de entorno sustancialmente. La ciudad era cosa seria y demasiado grande.

Y llegaron los seis años del Dámaso. Emblemático, limpio, bien administrado y más que nada respetado por todos los que, uniformados, empezamos a transitarlo sin que ninguna sombra de pérdida de identidad nos rozara. Fue el liceo a donde día a día, iba.

La felicidad eran los compañeros, devenidos en amigos de toda una vida. La felicidad era irnos a bailar cuando Los Beatles eran unos desconocidos. La felicidad era caminar y caminar vendiendo las rifas que nos permitirían irnos, al terminar el cuarto año, a pasar quince días en Porto Alegre.
La felicidad era tenernos y que en medio de eso llegara Vietnam fue como una bomba que tras explotarnos en la cara nos aterrizó en las pequeñas felicidades que vendrían.

La felicidad fueron algunos, únicos, inigualables profesores. Casi todos se empeñaron en darnos las herramientas suficientes para seguir creciendo. Por supuesto, y cómo iba a ser de otra forma, los había que no sólo no entregaban conocimiento, sino que, al contrario, competían con nosotros. Así recuerdo al profesor de Literatura, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, que privilegió estrofas aprendidas de memoria a conceptos definitivos.
Pero también recuerdo a mi profesor de Biología, cardiólogo y brillante, que nos daba la libertad de llevar por nosotros mismos una clase adelante.
Y también a mi profesor de Química....aquel amoroso que escribió en una servilletita de un bar de Porto Alegre....”a mi mejor alumna con todo cariño”...
Era la felicidad nuestro conjunto de baile folklórico.
Y la felicidad era nuestra noche en el Teatro Solís.

La felicidad fue llegar una tarde a la casa de Selva, que estrenaba piscina. Y creyéndome tal vez Esther Williams, tirarme de cabeza, pero no flotar ni salir a flote. Con seguridad la felicidad fue la mano que agarró mi cabello y tiró fuerte para afuera. Y más que nada la felicidad fue pisar nuevamente el suelo seguro, aunque reconozco que el agua es mi elemento.

Era la felicidad nuestro primer amor. Y yo con tanta puntería, me puse de novia con quien luego militaría dentro del Movimiento Tupamaro. Pero era la felicidad ver a un hombre tan jóven y tan empecinado en sus convicciones, al punto de no tomar Coca Cola porque era imperialista. Así era José.

La felicidad era empezar a trabajar. Ya todas las niñerías y las seguridades habían quedado atrás.
Trabajar con un abogado me determinó a no tener nada que ver con éllos. Con el tiempo entendí que tuve razón al hacerlo, porque la ley no es igual para todos, ni aquí ni en ningún lado. Y el Derecho, muy a mi pesar, es de las cosas más torcidas que conozco.

La felicidad era volver cada semana a la casa de mi madre. Y allí disfrutar de todo lo que teníamos al alcance. Disfrutar de las noches de invierno junto a la estufa a leña. Disfrutar de los animales de la casa. De los tallarines de mi madre que sólo valoré cuando tanto los elogiaban los de afuera. Para mí eran cosa de siempre.
La felicidad era la parrilla. Los amigos. La familia.
Fue la felicidad la que nos hizo meternos en la piscinita que compré con la excusa de Francisco. Todos fuimos a parar en ella, en esos veranos tórridos, riéndonos y disfrutando una vez más, del agua.
La felicidad era volver a ese campo que tanto amé. Y que era la exacta cuota de oxígeno como para seguir una semana más.

La felicidad fue conocer a mis sobrinas. Verlas crecer, con seguridad, fue la felicidad.

La felicidad fue comprender que cada uno de los míos se fue en su justo momento y con seguridad la felicidad fue ayudarlos a bien irse. Aunque siempre se sienta su ausencia y aunque sepa que esa ausencia no es tal.

Pero, la felicidad sigue siendo.

La felicidad es tener a mi madre viva. Y aprendo la felicidad al escuchar tantas viejas historias repetidas como si fuera la primera vez.

La felicidad es ver a mis sobrinos nietos, creciendo demasiado aprisa, pero hermosos, inteligentes y sensibles. Determinados a pesar de sus cortas edades.
La felicidad es poder seguir trabajando. Es como darle una bofetada a los dolores.

La felicidad es sentarme con Morena a mi lado y acariciar su cabeza. Ella hace lo posible y lo imposible para hacerme feliz aunque a veces, se le va la mano.

La felicidad de hoy es sentir, que si bien no tengo bienes materiales, la mochila al irme será ligera y no pesará en mi cansada columna.

La felicidad es conversar con mi paloma amiga que insiste nuevamente en armar su nido por cuarta vez.

Y la felicidad es sentarme, ahora, como frente a un espejo, para ver a esa mujer que me mira, aún con los ojos brillantes y limpios, que ha aprendido que el tiempo no cura y sí lo hace el amor, que ha aprendido a ser tolerante, a no juzgar, a no ser dura, ni con ella misma.

Yo no sé si he elegido ser feliz o si la felicidad me ha elegido a mí.

Lo que tengo claro es que somos buenas compañeras.






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