sábado, 19 de mayo de 2012

EL PAIS DEL NUNCA JAMAS


Tenía más de veinte años cuando fui al cine Censa a ver Peter Pan, con mi papá.

Fue regresar a ese país del nunca jamás, en el que todos vivimos alguna vez, pero que ha quedado tan lejano.

Siendo ya una mujer, lloré al entender que ya no podíamos volver a él. Fue un gran consuelo ver que mi papá también lloraba.

Hoy, de nuevo, ví en televisión, una de las historias de aquel Peter Pan, eternamente niño, divertido, las más de las veces irresponsable, pero siempre solidario con sus compañeros de correrías.

Ningún malvado pirata pudo detenerlo. Llegó fácilmente a todos los tesoros. Claro, contaba con todos los niños perdidos, que sin duda se han encolumnado tras un héroe loco y sonriente.

Pero lo que Nunca perdió Peter fue la confianza, Jamás perdió la fé. Y siempre creyó en las Hadas. Hasta hoy mantiene a su hada personal, esa inefable, celosa y luminosa Campanita.

No quiero creer que mi país se convierta en el país del nunca jamás.

Y para de verdad no creerlo debería perder la memoria de lo hermoso que ha sido.

Porque siempre ha sido una bendición ser parte de esta nación y de mi pueblo.

Sólo que ahora cuesta bastante reconocer a este país como el mío.

Todo cambia y es bueno que sea así. Pero los cambios que hoy son tan presentes son demasiado malos para ser verdaderos.

Uno no logra entender qué es lo que mueve a la gente. Porque yo no puedo comprender qué es lo que hace que un padre le haga fumar marihuana a un niño de dos años. Bueno, no fue fumar. Fue bastante peor. Fue soplar repetidas veces, vaya uno a saber cuántas, el humo sobre un angelito, para que no molestara y se durmiera.

Yo no puedo entender cómo se hace para golpear a una bebé de veinte meses sin que se te caiga la mano y te retuerce tu conciencia. No puedo.

No puedo comprender la violencia desatada en casi niños, apenas adolescentes.

No puedo entender la frescura con la que después declaran, como si simplemente, hubieran pateado una piedra en la calle.

Los ánimos demasiado prontos. Ajustes de cuentas. Palizas, robos, balazos perdidos y no tanto, homicidios. Todo, todos los días, sin descanso.

Nada que nos conecte con aquella bucólica tranquilidad de un pago grande, nada que nos recuerde el respeto que teníamos todos por todos.

Nuestros hermanos Mayas han profetizado el fin de una era en este 2012.

Y tal vez éstas sean señales de lo que ya está acá.

Nuestra amada madre Tierra también reacciona. Y son terremotos, tsunamis, huracanes, deslaves, inundaciones. Pero persistimos en dañarla, como persistimos en matarnos entre nosotros.

Tiemblan las economías y caen modelos económicos. El primer mundo con todas las posibilidades de convertirse en un mundo nuevo, en donde la eterna fiesta ha empezado a terminarse.

Y con números macro super alentadores, nuestra sociedad también se tambalea y no encuentra el rumbo.

Yo necesito volver a mi país. Al que conocí.

Yo quiero aquella vieja paz, aquella tranquilidad que era cosa cotidiana.

Quiero salir sin miedo a la calle. Quiero que los gurises tengan otro norte que no sea la ropa, los mp3, los televisores planos y con HD y todas las lindezas con que los padres se dejan chantajear.

Quiero la vida compartida y con contenido. Quiero las reuniones familiares y la mesa grande del domingo.

Las quiero para todos porque yo las tuve, y no quiero pensar que estén en el país del nunca jamás.

Hemos resignado y condenado al pasado irreconquistable todo lo mejor que teníamos.....hemos perdido para siempre la inocencia.

Creo que ya va siendo tiempo de creer nuevamente en las hadas.








domingo, 13 de mayo de 2012

ESTA LOCA REALIDAD

Hoy, 13 de Mayo, en mi país, se festeja el día de la madre.

Me vengo preguntando si estos locos furiosos, malparidos, que en un segundo terminan con la vida de alguien, tienen madre.

Porque ni siendo de gajo, como decía mi abuela,  se justifican sus actitudes.

Teniendo madre, menos. Pero viendo a las madres, esposas, hermanas, compañeras, amigas...no sé...cualquier parentesco que tengan, de las mujeres que van a visitar a los presos que han destruído dos módulos de un penal, uno más o menos va entendiendo la cosa.

Hemos hablado hasta el cansancio de los Derechos Humanos.

Y todas esas mujeres claman a los gritos por éllos, cuando alguno de los suyos deba pasar la noche al aire libre después de haber masacrado el lugar que los contenía.

Es una impotencia feroz la que nos ataca. Nos ataca a los que nos quedamos del lado de acá.

Del lado del trabajo de todos los días, de la educación impartida desde el pie a nuestros niños. Del intentar ganarnos el pan de cada día, tal vez de la forma menos fácil...trabajando de sol a sol.

De los muchos anónimos que no saldremos ni en los diarios ni en la televisión. Aunque eso tampoco sea seguro.

De los que componemos la sociedad. Esa, que tiene tantos puntos oscuros. Esa, que admite que cada uno de nuestros jubilados, de alguna manera pague los desmanes perpetrados porque, aquellos,  no están insertados, porque son discriminados, porque tienen alguna carátula que no es conveniente.

Hay planes de todo tipo. Y el Estado ampara, creo que en demasía.

Pero no sólo el Estado. Hay un sin fin de ONG que hacen un trabajo de hormiga, contínuo, sin desmayos.

Y hay quien opta por integrarse y ser buena gente y trabajar.

Pero el sistema es perverso.

Tantas veces digo, y lo digo en serio, que me gustaría mucho estar al frente de un penal. Claro que sé que no es tarea grata ni fácil.

Pero mientras privilegiemos el ocio, mientras la entrada de las drogas sea cosa de todos los días, mientras un capo mafia pueda, desde la cárcel, mover los hilos de afuera, nada vamos a conseguir.

Hemos perdido nuestros Derechos Humanos.

Todos los que día a día, nos levantamos, contra viento y marea, a cumplir con las obligaciones que tenemos. Todos los que insistimos en vivir tras las rejas que cada día más contienen nuestro espacio. Todos los que pagamos impuestos. Todos los que estamos expuestos a que venga un nene, calzando los mejores championes y vistiendo el mejor jogging de marca, traspasado de pasta base, con una pistola en la mano y sin ninguna pena por dejarnos secos en el suelo.

Y pienso de qué Derechos Humanos le van a hablar a la viuda de un hombre de 34 años y padre de 5 hijos.

Qué le podemos decir a una mujer que en un segundo perdió a su amor, perdió al padre de sus hijos, perdió el respaldo y el sustento de la familia. Qué le podemos decir, sino morirnos de vergüenza porque todos estamos permitiendo esta masacre que está ocurriendo en mi pequeño país de tres millones de habitantes.

Qué le puede decir un legislador que no legisla?

Qué le puede aportar un policía, que por herir a un delincuente escapado, ahora está preso?

Pero es que empezamos a vivir en el país del revés y no precisamente en el de María Elena.

Son tiempos difíciles y extraños.

Pero debemos ocupar el lugar que nos ha tocado a cada uno.

Ya no se vale más el dar vuelta la cara.

El país del no te metás ha dejado de existir.

Desde cada uno de nuestros pequeñitos lugares debemos empoderarnos de lo que aún queda por salvar.

Somos los habitantes de un maravilloso y pequeño País. En donde los suicidios son tantos, que ninguna noticia se da para que no cunda el pánico.

Ya no es el pánico del Chavo. Ya no son aquellas locuras que nos ponían, sanamente a reir.

Este pánico es verdadero. Y a todos nos va nuestra actitud frente a la vida.

Estos nenes, malsanos, con la cabeza reventada, muchas veces protegidos por sus familias y muchas más tantísimas no, no deberían poder con una sociedad que no los quiere, pero que no los abandona.

Pero es tan grande la bronca, tan grande el dolor, que muchas veces entiendo que no se sepa cómo se sigue.

Con seguridad no es accediendo a cada requerimiento, cuando están guardados. Claro que no.


Si no les han enseñado, es hora ya de que les enseñen que la vida es otra cosa.

O de que se los enseñemos nosotros.

Mientras el sistema no cambie, mientras nuestros legisladores sigan parloteando en vez de trabajar como cada uno de nosotros, nada cambiará.

Sigo pensando en los Derechos Humanos de los que estamos en libertad.

Estamos en libertad?

Siento un dolor profundo y una vergüenza que no puedo remontar.





domingo, 6 de mayo de 2012

LA FELICIDAD

La felicidad era sólo jugar sin siquiera vislumbrar las responsabilidades.

La felicidad era aquella infinita libertad, sin ataduras ni miedos, que nos dejaba recorrer el campo sin importar la hora que fuese. No teníamos temores, ni remotamente la forma de conocerlos.

La felicidad era, ya que éramos cachorros, mezclarnos con nuestros pares sin importar la raza de ninguno.

Era la cama caliente en invierno. Eran todos los abrazos y los besos que nos dieron y dimos.
Lo extraño era no demostrar los sentimientos, que andaban por todos lados desparramados y que con su lazo mágico nos ataban a todos nuestros afectos.

La felicidad era la inconciencia de vidas recién estrenadas, amorosamente guardadas por nuestros mayores, que eran muy importantes y que nunca ni por nada, cuestionamos. No al menos en esos años en que todo nos parecía eterno, todos nos parecían inmortales y despertábamos cada mañana metiéndonos en una nueva aventura.

La felicidad comenzó a ser diferente en algún momento.

Fue tomando la forma de los logros que alcanzábamos.

Y con aquella tremenda inundación de 1959 mi vida cambio de entorno sustancialmente. La ciudad era cosa seria y demasiado grande.

Y llegaron los seis años del Dámaso. Emblemático, limpio, bien administrado y más que nada respetado por todos los que, uniformados, empezamos a transitarlo sin que ninguna sombra de pérdida de identidad nos rozara. Fue el liceo a donde día a día, iba.

La felicidad eran los compañeros, devenidos en amigos de toda una vida. La felicidad era irnos a bailar cuando Los Beatles eran unos desconocidos. La felicidad era caminar y caminar vendiendo las rifas que nos permitirían irnos, al terminar el cuarto año, a pasar quince días en Porto Alegre.
La felicidad era tenernos y que en medio de eso llegara Vietnam fue como una bomba que tras explotarnos en la cara nos aterrizó en las pequeñas felicidades que vendrían.

La felicidad fueron algunos, únicos, inigualables profesores. Casi todos se empeñaron en darnos las herramientas suficientes para seguir creciendo. Por supuesto, y cómo iba a ser de otra forma, los había que no sólo no entregaban conocimiento, sino que, al contrario, competían con nosotros. Así recuerdo al profesor de Literatura, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, que privilegió estrofas aprendidas de memoria a conceptos definitivos.
Pero también recuerdo a mi profesor de Biología, cardiólogo y brillante, que nos daba la libertad de llevar por nosotros mismos una clase adelante.
Y también a mi profesor de Química....aquel amoroso que escribió en una servilletita de un bar de Porto Alegre....”a mi mejor alumna con todo cariño”...
Era la felicidad nuestro conjunto de baile folklórico.
Y la felicidad era nuestra noche en el Teatro Solís.

La felicidad fue llegar una tarde a la casa de Selva, que estrenaba piscina. Y creyéndome tal vez Esther Williams, tirarme de cabeza, pero no flotar ni salir a flote. Con seguridad la felicidad fue la mano que agarró mi cabello y tiró fuerte para afuera. Y más que nada la felicidad fue pisar nuevamente el suelo seguro, aunque reconozco que el agua es mi elemento.

Era la felicidad nuestro primer amor. Y yo con tanta puntería, me puse de novia con quien luego militaría dentro del Movimiento Tupamaro. Pero era la felicidad ver a un hombre tan jóven y tan empecinado en sus convicciones, al punto de no tomar Coca Cola porque era imperialista. Así era José.

La felicidad era empezar a trabajar. Ya todas las niñerías y las seguridades habían quedado atrás.
Trabajar con un abogado me determinó a no tener nada que ver con éllos. Con el tiempo entendí que tuve razón al hacerlo, porque la ley no es igual para todos, ni aquí ni en ningún lado. Y el Derecho, muy a mi pesar, es de las cosas más torcidas que conozco.

La felicidad era volver cada semana a la casa de mi madre. Y allí disfrutar de todo lo que teníamos al alcance. Disfrutar de las noches de invierno junto a la estufa a leña. Disfrutar de los animales de la casa. De los tallarines de mi madre que sólo valoré cuando tanto los elogiaban los de afuera. Para mí eran cosa de siempre.
La felicidad era la parrilla. Los amigos. La familia.
Fue la felicidad la que nos hizo meternos en la piscinita que compré con la excusa de Francisco. Todos fuimos a parar en ella, en esos veranos tórridos, riéndonos y disfrutando una vez más, del agua.
La felicidad era volver a ese campo que tanto amé. Y que era la exacta cuota de oxígeno como para seguir una semana más.

La felicidad fue conocer a mis sobrinas. Verlas crecer, con seguridad, fue la felicidad.

La felicidad fue comprender que cada uno de los míos se fue en su justo momento y con seguridad la felicidad fue ayudarlos a bien irse. Aunque siempre se sienta su ausencia y aunque sepa que esa ausencia no es tal.

Pero, la felicidad sigue siendo.

La felicidad es tener a mi madre viva. Y aprendo la felicidad al escuchar tantas viejas historias repetidas como si fuera la primera vez.

La felicidad es ver a mis sobrinos nietos, creciendo demasiado aprisa, pero hermosos, inteligentes y sensibles. Determinados a pesar de sus cortas edades.
La felicidad es poder seguir trabajando. Es como darle una bofetada a los dolores.

La felicidad es sentarme con Morena a mi lado y acariciar su cabeza. Ella hace lo posible y lo imposible para hacerme feliz aunque a veces, se le va la mano.

La felicidad de hoy es sentir, que si bien no tengo bienes materiales, la mochila al irme será ligera y no pesará en mi cansada columna.

La felicidad es conversar con mi paloma amiga que insiste nuevamente en armar su nido por cuarta vez.

Y la felicidad es sentarme, ahora, como frente a un espejo, para ver a esa mujer que me mira, aún con los ojos brillantes y limpios, que ha aprendido que el tiempo no cura y sí lo hace el amor, que ha aprendido a ser tolerante, a no juzgar, a no ser dura, ni con ella misma.

Yo no sé si he elegido ser feliz o si la felicidad me ha elegido a mí.

Lo que tengo claro es que somos buenas compañeras.