Hoy compré ciruelas.
Amarillas o rojas, me preguntó una
voz desde el super….Para mí siempre fueron cristal o moradas, pero todo cambia,
hasta el nombre de las ciruelas.
Y hoy hablé con Rosario. Ella tenía
cuatro o cinco años cuando vino a vivir a la chacra de al lado de la nuestra.
Ella con su hermano, su mamá, su tío, sus abuelos y su bisabuela, personaje si
los hubo.
Y fue ella quien me dio el tema de
hoy, hablando de los ciruelos de casa y de la zona lindera entre los dos
terrenos, de cipreses.
Esos árboles altos y alineados eran
la mejor sombra en el verano. Hasta allí nos movíamos con todo lo imaginable
para almorzar. Mesa, sillas, plastos, vasos, cubiertos, bebidas, heladerita y
la correspondiente comida del día. Lo único molesto de los cipreses, ese lindo
lugar de reunión familiar, eran las moscas.
Plato que aterrizaba en la mesa y
enjambre de moscas que lo hacía en el mismo preciso momento.
Pero el fresquito que generaban los
cipreses era algo a lo que no se renunciaba fácilmente. Sobre todo después de
almorzar.
Ese era el momento de caminar hasta
la casa y proveernos de almohadas y almohadones, frazadas, colchones,
acolchados…todo como para hacer la siesta que se imponía.
Los cipreses tenían una especie muy
particular de susurro. A veces era mucho más que eso, pero siempre daban la
sensación de que había agua cercana, como el batir del mar contra la costa. Y
eso producía un frío adicional que aceptábamos agradecidos en medio de la
temperatura reinante y muchas veces sofocante. Y muchas veces debíamos taparnos
con algo liviano porque la sensación de frío era intensa, pero nadie pensaba en
moverse de allí.
Y hoy Rosa se acordaba de aquellos cipreses que
tantas veces nos encontraron juntos.
Y también nos acordábamos de las ciruelas. Era
muy lindo el montecito y las ciruelas hermosas y enormes. Hoy, las que compré,
además de amarillas son como bolitas, en algún caso, como aquel bochón añorado por los varones que
jugaban a la….bolita….. cuando yo era también chica.
Lo increíble era que mi mamá nunca pudo comer
una sola ciruela sin tragarse el carozo. Era algo que nos enloquecía, porque
tragar, bueno….de alguna manera era fácil tragarlo, pero el recorrido que
iniciaba aquel carozo por dentro de mi mamá, hasta su definitiva salida, era
largo y tortuoso.
Lo peor es que no se comía una ciruela y listo….no. Comía
muchas y eso siempre nos asustaba. Por suerte nunca le pasó nada y todavía
puede contar el cuento.
Ese monte de ciruelos, pasando el tiempo y el
descuido, devino en unos árboles secos y raídos.
Fue una suerte que fuera así
para cuando un incendio feroz llegó casi hasta las puertas de mi casa.
Entró
por ese lugar y de haber estado los árboles como los habíamos conocido, otro
hubiera sido el cantar.
Sí recuerdo que esa noche casi no dormí, mirando
por una ventana, y viendo reventar casi a raíz del suelo, las raíces de eses
lindos ciruelos, prendidas fuego y renuentes a apagarse y darme un poco de paz.
Igual quedaron unos pocos cerca del galpón de la
carpintería de mi abuelo.
A ellos recurrieron las abejas para abastecerse
del polen con que hicieron una colmena dentro de un sillón de terciopelo rojo y
desteñido que estaba dentro del galpón.
Pero a esa historia ya la he contado y no me
detendré en esa matanza que aún me duele.
Hoy recordamos con mi amiga aquellas
maravillosas ciruelas y aquella bendita sombra con frío incluido, de los cipreses.
Pasaron muchas cosas después. Algunas muy tristes. Otras muy injustas.
Pero hoy no es el día de recordarlas, porque
además es día de Reyes Magos y siempre de una manera u otra consiguen que su
magia llegue hasta mí.
Esta vez, disfrazada de ciruelas cristal y
moradas y de la mano de un ser al que amo profundamente y para siempre.