domingo, 6 de enero de 2013

CIRUELAS AMARILLAS









Hoy compré ciruelas.

Amarillas o rojas, me preguntó una voz desde el super….Para mí siempre fueron cristal o moradas, pero todo cambia, hasta el nombre de las ciruelas.

Y hoy hablé con Rosario. Ella tenía cuatro o cinco años cuando vino a vivir a la chacra de al lado de la nuestra. Ella con su hermano, su mamá, su tío, sus abuelos y su bisabuela, personaje si los hubo.

Y fue ella quien me dio el tema de hoy, hablando de los ciruelos de casa y de la zona lindera entre los dos terrenos, de cipreses.

Esos árboles altos y alineados eran la mejor sombra en el verano. Hasta allí nos movíamos con todo lo imaginable para almorzar. Mesa, sillas, plastos, vasos, cubiertos, bebidas, heladerita y la correspondiente comida del día. Lo único molesto de los cipreses, ese lindo lugar de reunión familiar, eran las moscas. 

Plato que aterrizaba en la mesa y enjambre de moscas que lo hacía en el mismo preciso momento.

Pero el fresquito que generaban los cipreses era algo a lo que no se renunciaba fácilmente. Sobre todo después de almorzar.

Ese era el momento de caminar hasta la casa y proveernos de almohadas y almohadones, frazadas, colchones, acolchados…todo como para hacer la siesta que se imponía.

Los cipreses tenían una especie muy particular de susurro. A veces era mucho más que eso, pero siempre daban la sensación de que había agua cercana, como el batir del mar contra la costa. Y eso producía un frío adicional que aceptábamos agradecidos en medio de la temperatura reinante y muchas veces sofocante. Y muchas veces debíamos taparnos con algo liviano porque la sensación de frío era intensa, pero nadie pensaba en moverse de allí.

Y hoy Rosa se acordaba de aquellos cipreses que tantas veces nos encontraron juntos.

Y también nos acordábamos de las ciruelas. Era muy lindo el montecito y las ciruelas hermosas y enormes. Hoy, las que compré, además de amarillas son como bolitas, en algún caso,  como aquel bochón añorado por los varones que jugaban a la….bolita….. cuando yo era también chica.

Lo increíble era que mi mamá nunca pudo comer una sola ciruela sin tragarse el carozo. Era algo que nos enloquecía, porque tragar, bueno….de alguna manera era fácil tragarlo, pero el recorrido que iniciaba aquel carozo por dentro de mi mamá, hasta su definitiva salida, era largo y tortuoso.

 Lo peor es que no se comía una ciruela y listo….no. Comía muchas y eso siempre nos asustaba. Por suerte nunca le pasó nada y todavía puede contar el cuento.

Ese monte de ciruelos, pasando el tiempo y el descuido, devino en unos árboles secos y raídos.

Fue una suerte que fuera así para cuando un incendio feroz llegó casi hasta las puertas de mi casa.

Entró por ese lugar y de haber estado los árboles como los habíamos conocido, otro hubiera sido el cantar.

Sí recuerdo que esa noche casi no dormí, mirando por una ventana, y viendo reventar casi a raíz del suelo, las raíces de eses lindos ciruelos, prendidas fuego y renuentes a apagarse y darme un poco de paz.

Igual quedaron unos pocos cerca del galpón de la carpintería de mi abuelo.

A ellos recurrieron las abejas para abastecerse del polen con que hicieron una colmena dentro de un sillón de terciopelo rojo y desteñido que estaba dentro del galpón.

Pero a esa historia ya la he contado y no me detendré en esa matanza que aún me duele.

Hoy recordamos con mi amiga aquellas maravillosas ciruelas y aquella bendita sombra con frío incluido,  de los cipreses.

Pasaron muchas cosas después.  Algunas muy tristes.  Otras muy injustas.

Pero hoy no es el día de recordarlas, porque además es día de Reyes Magos y siempre de una manera u otra consiguen que su magia llegue hasta mí.

Esta vez, disfrazada de ciruelas cristal y moradas y de la mano de un ser al que amo profundamente y para siempre.